En este micro ensayo —que en mi estilo más bien es un título bonito para un vómito más o menos ordenado sobre un tema— pretendo contarles por qué prefiero trabajar para un tirano inteligente que para un soberano imbécil.
He pasado por numerosos trabajos y bajo el mando de numerosos jefes, superiores o responsables. He probado de todo un poco incluso desde antes de salir de la carrera. Cada nuevo desafío ha estado acompañado no sólo de nuevas casas, nuevos colegas, nuevos tipos de obras que restaurar, nuevos pueblos, estados, municipios y grupos humanos de lo más diverso. De entre toda esta maraña he podido hilvanar en mi propia cabeza que me ayudan a orientarme y entender qué y cómo soy, al menos parcialmente.
Este tejido en constante cambio me ha permitido observar algunos de los diseños que espontáneamente se han generado en su superficie. Cada uno de éstos me ha revelado cosas sobre mi que antes no conocía o que antes ignoraba o mantenía en niveles inconscientes de pensamiento.
Hace poco y debido a circunstancias especialmente irritantes —por no usar términos menos elegantes— me he dado cuenta de una nueva orientación o tipo de razonamiento al cuál jamás pensé que accedería, al menos durante los últimos cinco años. Esta verdad de la siguiente:
Prefiero trabajar y ser cuasiexplotado por alguien inteligente, sagaz, calculador —un verdadero zorro o zorra (poniendo de lado la doble percepción negativa que en español genera este término)— o, como decimos un poco inexactamente, alguien maquiavélico en sus medios enfocados en alcanzar un fin.
Así es, lectores fantasma. Prefiero trabajar para alguien, en una palabra chingón, que para un imbécil que no sepa realizar su trabajo, eche la culpa a otros por su ineptitud y que, aún así, demande trabajo extra a sus subordinados diciendo que "hay que sacar la chamba", cuando son ellos mismos la causa de que el barco empiece a hundirse.
Meses han pasado últimamente y si es que hay alguien que lee esto verá que hace mucho que no publico con la regularidad de antes. Y se debe precisamente a un entorno de trabajo no sólo tóxico, sino verdaderamente cancerígeno. Mi hígado debe estar en terribles condiciones y eso que, además, casi no he tomado alcohol en dicho periodo.
Aquellas personas que, por azares del destino terminan dirigiendo a un equipo en una situación particularmente engorrosa o incómoda —presiones sociales, políticas, económicas— son quienes más pronto tendrían que darse cuenta de que no todo puede hacerse por uno mismo. Incluso yo, misántropo de grandes ligas, lo sabe y lo entiende. En mi vida social puedo ser apático y recluido. Pero como bien decimos, "la chamba es la chamba". Y es algo que se debe hacer pese a las incomodidades personales de cada sujeto.
Cuando un imbécil toma las riendas, quienes le siguen están casi predestinados a caer en el mismo precipicio que la punta de lanza. Maraña de humanos y caballos despeñándose porque el idiota estaba seguro de que conocía el camino. Ahora cambien a los miembros de esta caravana imaginaria: de ser sus compañeros de trabajo convirtámoslos en el Presidente, los diputados, los senadores, los gobernadores, y todos los demás miembros del supuesto Estado. El resultado es el mismo pero en proporciones bíblicas. El destino entero de una nación tirado a la basura por un montón de zoquetes que, además, sólo querían llenarse las alforjas.
Por eso, gentiles lectores, yo empiezo a creer con ardor, que la democracia no esta hecha para países con alto nivel de estupidismo. Es un sueño idealista que hace creer que el poder está en todos y que eso es lo más justo. Por eso, insisto, tanto en el gobierno como en el trabajo de todos los días yo voto —nótese la ironía— por volver al absolutismo ilustrado. En cierta medida, por supuesto.
Mi creencia ideal es una meritocracia en realidad, y de ella puedo hablar en otra ocasión. Pero en el día a día prefiero ser explotado por alguien que, al menos, tiene el cerebro para entender sus límites, o los de sus subordinados, para hacerse con más gente inteligente, con hacer lo necesario por cumplir la meta que, si bien puede ser personal, si es alguien listo, sabrá hacer que parte de la gloria salpique a la empresa, a los esclavos y a las marcas. Así, al menos, tiene uno con qué enjuagarse el sinsabor de trabajar, igualmente explotado, para un idiota que nos dice que rememos hasta el cansancio, justo cuando hay buenos vientos pero prefiere tener las velas sin desplegar.
No puedo evitar pensar en los grandes monumentos que hoy nos dan orgullo, nos permiten inflar el pecho y decir: mis antepasados construyeron este majestuoso edificio/ciudad/templo/pirámide, etcétera. Mucha gente de hecho no se enorgullece y reclama que todas las grandes obras de la Humanidad son producto de la esclavitud, la explotación y la muerte. Y en parte es cierto, pero, termino preguntándoles a todos los presentes: ¿qué, de verdad, se hubiera hecho de haberle dejado la decisión al libre albedrío de los pueblos, sin una cabeza —tiránica o no— que los guiara, indicara y obligara a crear muchas de las grandes muestras de la capacidad humana?
Fotografía tomada por mi en la que se observa el interior del templo de San Jerónimo Tlacochahuaya, Oaxaca.
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