miércoles, 13 de septiembre de 2017

Lo temblores de verdad no despiertan bestias atemporales (micro ensayo) (relato)

Tenía veinte minutos —tal vez poco más— de haber puesto pie en la ciudad de Oaxaca. Cenamos una torta a lo gordo y subimos a un taxi. Pocos cientos de metros más adelante nos detuvimos ante la luz roja. En ese ínter el coche jamás dejó de moverse. «Esta carcacha se va a desarmar ahorita» pensé, puesto que no era la primera vez que un taxi de quinta se retorcía ante el esfuerzo de seguir trabajando años después de su merecida jubilación. Yo sé que tú pensaste lo mismo, mientras hablábamos y me sostenías de la mano. O al menos algo muy similar.
No fue hasta que la radio del chofer delató al intruso: «Esta temblando bien cabrón. Todas las unidades anden con precaución...bien cabrón, de veras». El capitán de nuestro barco sacó la cabeza por la ventana en un gesto un tanto inútil. Como cuando bajas el volumen de la música o de las conversaciones para ver y pensar mejor las cosas. Lapsos de sinestesia estúpida.
—¡Ah, cabrón! Sí cierto —dijo con su cabeza fuera del auto.
Hasta entonces nos dimos cuenta de que estaba temblando con hartas ganas. Tú miraste el camión de tu lado del carro: se bamboleaba como si tuvieran fiesta u orgía en el interior. Yo vi una luz de la calle pero no percibí su baile. Luego vi el puente peatonal frente a nosotros y pude darme cuenta de que las varillas que hacían de pasamanos vibraban como si las hubiese golpeado un chiquillo en actos vandaloides.
Apenas se quitó el alto, quienes íbamos en la carcacha dejamos de sentir sus sacudidas. Unos segundos después el fulanito que manejaba arrancó y nos llevó al destino ya acordado. En el trayecto no pudo evitar llamar a su familia para ver cómo estaban. Así como yo no pude evitar pensar que manejar usando el celular es otra forma de matarse, y hasta más popular.
Pese a todo, llegamos a tu casa y nos tomó un tiempo darnos cuenta de los daños. El primero y más obvio: la gatita de tu roomie no aparecía. Hasta palideciste y te veía sudar frío. La muy inocente salió hasta que sintió que había pasado el peligro. O eso podemos suponer los humanos sobre las conductas de animales tan disímiles como los gatos. Luego hubo que recoger los pedazos. Principalmente, del espejo roto en tu cuarto.

¿A dónde quiero llegar con la relatoría? Bueno, son justamente los pedazos que dejó el temblor del jueves 7 de septiembre los que lastimaron más que el movimiento en sí. Definitivamente, el sismo destrozó material y metafóricamente las vidas de cientos de personas en Oaxaca y Chiapas. Pero fue después, cuando pasó el susto y la adrenalina se agotó en los riñones, que hubo que levantar los fragmentos y, entonces sí, recibir las heridas. O mejor dicho —si es que quiero apegarme a mi pensar—, reabrir las heridas que todo humano posee y ha poseído a lo largo de su existencia y la de la especie.

Luego del desastre y luego del caos de organización, prioridades y la rápida escasez de pensamiento crítico y práctico —en todos los niveles y círculos, aclaro— comenzó a brotar la basura enterrada de entre las grietas nuevas en el suelo. Grietas a las que, válgame la blasfemia, quiero meter el dedo.

El mexicano tiene fama de mil cosas. O mil famas completas distintas. Todas conviviendo en su personita y en su pedacito de continente. ¿Dónde le cabe tanta dicotomía? En el culo diría más de uno. Y hasta yo me reiría. Pero no de esto: piénsese en la imagen del mexicano corrupto, sucio, cuasicriminal, trepador, el que vive por la Ley de Herodes. Ahora póngase a su lado la también arquetípica figura del mexicano solidario, desinteresado, la del mexicano que se quita el pan de la boca para dárselo al vecino en necesidad, la del humanitario y hasta sacrificado mexicano que saca la casta a la hora de la hora.

Pues bien, si es cierto que éstos —y los otros mil moldes mexicanos— conviven a diario, nunca se contrastan tanto como en situación de desastre. Lo malo es que el primero, el corrupto gañán que reina el resto del año en encuestas y titulares es vencido en fama, impacto y difusión por el segundo. Y digo lo malo porque no deja que se vea lo que pasa, lo que está pasando en estos momentos:

Gandallas de medio pelo, cerdos sin escrúpulos y malnacidos que están prosperando a costa de los buenos mexicanos que están enviando ayuda a las zonas afectadas. Estos hijos de mala mujer —por mala educación o sólo por parirlos— lucran con las donaciones, las están distribuyendo como sus intereses les indican. ¡Joder, si hasta depende de por qué partido hayas votado si recibirás o no ayuda, comida, agua, alimentos! No basta con que el vecino se quedara sin casa ni cosas. Aparte hay que administrarle como un favor a ganarse lo que ya se donó en su nombre y para su salud. Son chingaderas que no sé qué tanto estén siendo señaladas en el gran escenario de la información. Y sí, la gente jodida por el temblor y rejodida por estos traidores a la especie ha tenido que apañárselas como puede; a veces incluso han tenido que saquear los convoyes con víveres que llegan al lugar. No hay cómo culparlos sin salpicar: se ven empujados por aquellos que ya les negaron lo que les tocaba y, obviamente, lo primero sería pensar «bueno, si no agarro lo que pueda ahorita, no voy a alcanzar nada en las reparticiones, si es que llegan a ocurrir». No sé ustedes, pero yo haría lo mismo. La cosa sería no tener que llevar a la gente a ese extremo. Ni siquiera pretendo entrar al tema de los que ponen su mesita plegadiza y una cartulina culera en la plaza diciendo que recolectan para los damnificados y luego van muy a gusto a hartarse con lo que otros desesperadamente necesitan.

A manera de colofón de este mezcalazo consciente, quiero aclarar una cosa: que no se deje de donar, de enviar, de divulgar la importancia de compartir lo que aquí ahora sobre y allá escasea. Por el contrario, exhorto al vagabundo que terminó en este rincón de la red a hacer su parte. Pero, por el amor de lo que crean que nos ve desde arriba, asegúrense bien de a quién dejan las viandas, a quién donan el dinero, en qué manos depositan lo que tienen para compartir. Porque no todos son honestos, no todos llegan, no todos reparten como deben, no todos tienen la infraestructura para ello. Acérquense a su humanitario de confianza, al organismo de cabecera, al hierro probado en batalla y entonces hay más posibilidad de que lo que tiene que llegar, llegará a donde debe.

Fuerza.


Fotografía del templo de Juchitán, Oaxaca, tomada de acá.



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Lo temblores de verdad no despiertan bestias atemporales (micro ensayo) (relato)

Tenía veinte minutos —tal vez poco más— de haber puesto pie en la ciudad de Oaxaca. Cenamos una torta a lo gordo y subimos a un taxi. Pocos cientos de metros más adelante nos detuvimos ante la luz roja. En ese ínter el coche jamás dejó de moverse. «Esta carcacha se va a desarmar ahorita» pensé, puesto que no era la primera vez que un taxi de quinta se retorcía ante el esfuerzo de seguir trabajando años después de su merecida jubilación. Yo sé que tú pensaste lo mismo, mientras hablábamos y me sostenías de la mano. O al menos algo muy similar.
No fue hasta que la radio del chofer delató al intruso: «Esta temblando bien cabrón. Todas las unidades anden con precaución...bien cabrón, de veras». El capitán de nuestro barco sacó la cabeza por la ventana en un gesto un tanto inútil. Como cuando bajas el volumen de la música o de las conversaciones para ver y pensar mejor las cosas. Lapsos de sinestesia estúpida.
—¡Ah, cabrón! Sí cierto —dijo con su cabeza fuera del auto.
Hasta entonces nos dimos cuenta de que estaba temblando con hartas ganas. Tú miraste el camión de tu lado del carro: se bamboleaba como si tuvieran fiesta u orgía en el interior. Yo vi una luz de la calle pero no percibí su baile. Luego vi el puente peatonal frente a nosotros y pude darme cuenta de que las varillas que hacían de pasamanos vibraban como si las hubiese golpeado un chiquillo en actos vandaloides.
Apenas se quitó el alto, quienes íbamos en la carcacha dejamos de sentir sus sacudidas. Unos segundos después el fulanito que manejaba arrancó y nos llevó al destino ya acordado. En el trayecto no pudo evitar llamar a su familia para ver cómo estaban. Así como yo no pude evitar pensar que manejar usando el celular es otra forma de matarse, y hasta más popular.
Pese a todo, llegamos a tu casa y nos tomó un tiempo darnos cuenta de los daños. El primero y más obvio: la gatita de tu roomie no aparecía. Hasta palideciste y te veía sudar frío. La muy inocente salió hasta que sintió que había pasado el peligro. O eso podemos suponer los humanos sobre las conductas de animales tan disímiles como los gatos. Luego hubo que recoger los pedazos. Principalmente, del espejo roto en tu cuarto.

¿A dónde quiero llegar con la relatoría? Bueno, son justamente los pedazos que dejó el temblor del jueves 7 de septiembre los que lastimaron más que el movimiento en sí. Definitivamente, el sismo destrozó material y metafóricamente las vidas de cientos de personas en Oaxaca y Chiapas. Pero fue después, cuando pasó el susto y la adrenalina se agotó en los riñones, que hubo que levantar los fragmentos y, entonces sí, recibir las heridas. O mejor dicho —si es que quiero apegarme a mi pensar—, reabrir las heridas que todo humano posee y ha poseído a lo largo de su existencia y la de la especie.

Luego del desastre y luego del caos de organización, prioridades y la rápida escasez de pensamiento crítico y práctico —en todos los niveles y círculos, aclaro— comenzó a brotar la basura enterrada de entre las grietas nuevas en el suelo. Grietas a las que, válgame la blasfemia, quiero meter el dedo.

El mexicano tiene fama de mil cosas. O mil famas completas distintas. Todas conviviendo en su personita y en su pedacito de continente. ¿Dónde le cabe tanta dicotomía? En el culo diría más de uno. Y hasta yo me reiría. Pero no de esto: piénsese en la imagen del mexicano corrupto, sucio, cuasicriminal, trepador, el que vive por la Ley de Herodes. Ahora póngase a su lado la también arquetípica figura del mexicano solidario, desinteresado, la del mexicano que se quita el pan de la boca para dárselo al vecino en necesidad, la del humanitario y hasta sacrificado mexicano que saca la casta a la hora de la hora.

Pues bien, si es cierto que éstos —y los otros mil moldes mexicanos— conviven a diario, nunca se contrastan tanto como en situación de desastre. Lo malo es que el primero, el corrupto gañán que reina el resto del año en encuestas y titulares es vencido en fama, impacto y difusión por el segundo. Y digo lo malo porque no deja que se vea lo que pasa, lo que está pasando en estos momentos:

Gandallas de medio pelo, cerdos sin escrúpulos y malnacidos que están prosperando a costa de los buenos mexicanos que están enviando ayuda a las zonas afectadas. Estos hijos de mala mujer —por mala educación o sólo por parirlos— lucran con las donaciones, las están distribuyendo como sus intereses les indican. ¡Joder, si hasta depende de por qué partido hayas votado si recibirás o no ayuda, comida, agua, alimentos! No basta con que el vecino se quedara sin casa ni cosas. Aparte hay que administrarle como un favor a ganarse lo que ya se donó en su nombre y para su salud. Son chingaderas que no sé qué tanto estén siendo señaladas en el gran escenario de la información. Y sí, la gente jodida por el temblor y rejodida por estos traidores a la especie ha tenido que apañárselas como puede; a veces incluso han tenido que saquear los convoyes con víveres que llegan al lugar. No hay cómo culparlos sin salpicar: se ven empujados por aquellos que ya les negaron lo que les tocaba y, obviamente, lo primero sería pensar «bueno, si no agarro lo que pueda ahorita, no voy a alcanzar nada en las reparticiones, si es que llegan a ocurrir». No sé ustedes, pero yo haría lo mismo. La cosa sería no tener que llevar a la gente a ese extremo. Ni siquiera pretendo entrar al tema de los que ponen su mesita plegadiza y una cartulina culera en la plaza diciendo que recolectan para los damnificados y luego van muy a gusto a hartarse con lo que otros desesperadamente necesitan.

A manera de colofón de este mezcalazo consciente, quiero aclarar una cosa: que no se deje de donar, de enviar, de divulgar la importancia de compartir lo que aquí ahora sobre y allá escasea. Por el contrario, exhorto al vagabundo que terminó en este rincón de la red a hacer su parte. Pero, por el amor de lo que crean que nos ve desde arriba, asegúrense bien de a quién dejan las viandas, a quién donan el dinero, en qué manos depositan lo que tienen para compartir. Porque no todos son honestos, no todos llegan, no todos reparten como deben, no todos tienen la infraestructura para ello. Acérquense a su humanitario de confianza, al organismo de cabecera, al hierro probado en batalla y entonces hay más posibilidad de que lo que tiene que llegar, llegará a donde debe.

Fuerza.


Fotografía del templo de Juchitán, Oaxaca, tomada de acá.



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