miércoles, 11 de enero de 2017

Del Libro de las ReBelaciones (poema)

¿Qué hace uno cuando, por más escéptico que se sea, se topa de narices con el Fantasma de las Navidades Nonatas?
¿Qué hace uno cuando se está consciente que, para el efecto completo de la aparición, uno mismo constituye una manifestación de mártires ya enterrados?
¿Qué hacer cuando se sabe que uno espanta al espanto tanto como el espanto lo espanta a uno?

La respuesta fue el silencio.
El silencio fue, para ambos, la verdad más sencilla de asir de entre todas las opciones.
Como escoger la muerte más rápida e indolora de entre las cartas que nos ofrece la mano del laberinto.
El encuentro de los dos «ex seres» fue como el del espejo frente al espejo.

Por tanto, el silencio fue verdad.
Y fue ley.
Desde que grabamos las tablas de arcilla, conversando pese a nuestros labios cosidos.
Sentados en lo alto del Monte ambos ardimos como zarzas mudas.

Unos muertos resucitan a los tres días.
Otros, a los tres años.
Otros nunca lo hacen del todo y quedan como abortos a medias.
Medias almas en medios cuerpos movidos por medios espíritus:
como gallinas que corren decapitadas
sin notar que derraman su sangre en el altar.

Tú también asediaste las fortificaciones ajenas.
Luego te llegó el arrepentimiento
y ambos construímos un muro con nuestros lamentos.
No sé tampoco si tres días o tres años bastan
para que reconstruyamos el resto del templo.

Por lo pronto, la Historia parece anunciarnos la negativa 
en sus holocaustos de inocentes,
en sus documentos quemados,
con las orillas destruidas y con agujeros de tinta añeja.
Nos abandonamos mutuamente como revelaciones apócrifas.

¿Nos sacudiremos los pececillos plateados del rostro, o los dejaremos roernos hasta las entrañas?


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Del Libro de las ReBelaciones (poema)

¿Qué hace uno cuando, por más escéptico que se sea, se topa de narices con el Fantasma de las Navidades Nonatas?
¿Qué hace uno cuando se está consciente que, para el efecto completo de la aparición, uno mismo constituye una manifestación de mártires ya enterrados?
¿Qué hacer cuando se sabe que uno espanta al espanto tanto como el espanto lo espanta a uno?

La respuesta fue el silencio.
El silencio fue, para ambos, la verdad más sencilla de asir de entre todas las opciones.
Como escoger la muerte más rápida e indolora de entre las cartas que nos ofrece la mano del laberinto.
El encuentro de los dos «ex seres» fue como el del espejo frente al espejo.

Por tanto, el silencio fue verdad.
Y fue ley.
Desde que grabamos las tablas de arcilla, conversando pese a nuestros labios cosidos.
Sentados en lo alto del Monte ambos ardimos como zarzas mudas.

Unos muertos resucitan a los tres días.
Otros, a los tres años.
Otros nunca lo hacen del todo y quedan como abortos a medias.
Medias almas en medios cuerpos movidos por medios espíritus:
como gallinas que corren decapitadas
sin notar que derraman su sangre en el altar.

Tú también asediaste las fortificaciones ajenas.
Luego te llegó el arrepentimiento
y ambos construímos un muro con nuestros lamentos.
No sé tampoco si tres días o tres años bastan
para que reconstruyamos el resto del templo.

Por lo pronto, la Historia parece anunciarnos la negativa 
en sus holocaustos de inocentes,
en sus documentos quemados,
con las orillas destruidas y con agujeros de tinta añeja.
Nos abandonamos mutuamente como revelaciones apócrifas.

¿Nos sacudiremos los pececillos plateados del rostro, o los dejaremos roernos hasta las entrañas?


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domingo, 1 de enero de 2017

La Gran Epifanía de la Nochevieja (micro ensayo)

Ya inició el 2017.
Pero anoche, durante el periodo terminal del 2016 —que por cierto, a tanto humano popular (justificada o injustificadamente) se llevó— tuve una revelación como no creo haber tenido.
No, no hubo monstruos de siete cabezas, ni sellos rotos por ángeles que deseosos o angustiados dejaran pasar las calamidades que terminarían de diezmar esta Humanidad ya diezmada en tantos aspectos.
Mi epifanía fue diáfana, pese a las pantallas de lentejuelas y plástico de los seres con quienes me tocó compartir una noche que de otro modo habría sido al menos, llevadera pero paradójicamente vacua. Aquí la crónica.

Pasamos la víspera de Año Nuevo con la parentela de mi madre. No tengo rencores ni mala leche para con ellos. Tampoco salto de alegría. Son, simplemente, buenas gentes que veo cada 365 días en promedio. Pero este año tuvo a bien uno de ellos invitar a su «amigo» quien, por supuesto, llevo a su familia. No quiero revivir los detalles nefastos e irritantes de los seres con quienes compartimos la mesa y la entrada al interior de la membrana del año naciente. Pero sí es necesario dibujarlos un poco puesto que sin ellos no habría habido comparación dialéctica que me llevara, entre la sidra y el tequila, a la Iluminación Absoluta del concepto «Familia». Cabe mencionar que, inclusive en mi misantropía característica, hacía mucho tiempo que no era yo vivo testigo y copartícipe de un grupo humano tan verdaderamente ridículo. Y creo que esta es la palabra exacta, que bien podría sostener junto a sí el término «patético»: Todos extranjeros, salidos de una colonia latinoamericana caracterizada por no ser o sentirse, precisamente, latinoamericana. Hablaban el español sin el menor problema, salvo su pronunciación de reggaetonero pretensioso e inflado, pero prefirieron explayarse todo el tiempo en inglés. Vaya usted a saber los motivos.

El padre de la frankensteiniana familia era un hombre por lo demás amable, sumamente festivo, pero también fuera del tono general de las cosas. Como alguien que quiere hacerle chistes obscenos a la viuda durante el velorio del esposo.
Ella, su mujer, el ejemplo y cliché perfectos de la ruca forever young que le heredaron (a ellos y a todo el mundo) sus dueños gabachos. Operada en cara, pechos, abdomen, nariz (sí, aparte del retoque general del rostro), nalgas y no quisiera yo saber qué otras partes de su ya plástico cuerpo. Aproximadamente, y sin temor a exagerar, 346 selfies en un lapso de menos de dos horas. Todas, claro parando la trompa, sacando el culo, enseñando las tetas y realizando poses ridículas con sus hijos y no hijos, marido y amigos. 
Los hijos, repito, unos suyos otros del hombre, pero todos igualitos a ella: hablando en inglés, como si con ello no fuera uno a comprender, pobre indio idiota, que duraron unas 3 horas hablando sobre sus filtros favoritos de Instagram, pegados al celular, evitando el contacto visual con cualquiera que no fuera ellos mismos y haciendo gestos ante la comida que se les ofreció. Todos tendiendo a la obesidad, menos el chico menor, serio, callado, un tanto aislado pero no retraído, que además de más sensato y afable era el único con buena figura (de verdad).

A veces, y esto es parte de la Gran Epifanía de la Nochevieja, la mayor iluminación viene de los focos más viejos y sucios. A veces, los más grandes profetas, son los vagabundos orinados y pestilentes que cargan sus almohadas a cuestas. A veces, las flores más bellas son las que crecen de entre la mierda.

Justo así estaba la cosa cuando me llegó la iluminación total. Dispuestos en orillas opuestas de la larga mesa no teníamos nada enfrente más que a los personajes descritos en sus dinámicas infantiles. Entonces comprendí, gracias al espejo inmundo de aquel grupo, la totalidad de la naturaleza de mi forma de ser, de mi relación con mi familia, de la forma de ser de mi propia familia y de la relación de mi familia con el resto del universo.

Lo entendí todo.

Mire a mis lados y mi familia, en especial mis hermanos estaban igual o más disgustados y asqueados por los desplantes patetistas de los vecinos de enfrente. Mi hermana deseaba ansiosa irse porque ya no aguantaba las ridiculeces que veía, mi hermano se burlaba y me comunicaba sus burlas con la pura mirada. Comenzamos a burlarnos de ellos sin tener que bajar mucho el volumen. Unas cuantas palabras omitidas, otras cambiadas y el mensaje seria indescifrable para los brutos del otro lado de la mesa. Mi padre, a espaldas de mi madre, me preguntó si nos la «curábamos» de los otros. No pude evitar sonreír y decirle que sí, la verdad sí había bastante de eso.

En años pasados, cuando vuelvo a mi tierra a casa de mis padres y hermanos, había forcejeado y sufrido un tanto por el hecho de que no fuéramos «como las demás familias» o «como se supone que deben ser las familias saludables». En más de una ocasión intenté promover alguna actividad o propiciar un momento para sentarnos a charlar en la sala en lugar de enfrascarnos cada quien —incluso durante mis breves y ocasionales visitas— en su cuarto, su celular, su tele o su compu. 

Este año no lo intenté y todo fluyó mejor de lo que pude haber esperado. Pero el momento de la Epifanía era algo con lo que no contaba. La claridad absoluta de que mi familia entera y no sólo yo, allá afuera en el mundo, eramos «diferentes». Pero no en el sentido prostituido y rebajado por los jóvenes pendejos de hoy en día que se sienten «únicos y diferentes» por nimiedades como el cereal que comen, los calcetines dispares o alguna otra pavada infantil. Me refiero a que somos diferentes, como todas las familias lo son, pero que funcionamos al interior por algún mecanismo de autoconcepción velada. Algo como un sistema cerrado, funcional, único y propio cuyas leyes no se aplican a otrs sistemas y al que no se pueden aplicar, a su vez, las leyes de otros sistemas. Querer hacer encajar las piezas de nosotros en otros métodos de vida es, por lo demás, necio e infructuoso. Nos vi como un equipo de amargados escupiendo a los de enfrente en perfecta sincronización y perfecta armonía. De pronto nos sentí como un frente común y, la verdad, más sincero que el resto de familias que conozco:

No nos forzamos a convivir. Cuando lo hacemos es porque queremos hacerlo. No nos forzamos a hablar porque a veces lo que requerimos son oidos externos, no una cámara de eco de otras cuatro personas que te dirán cosas similares a la que estás pensando. Si bien tenemos discusiones muy a menudo, la verdad es que son por tecnicismos nimios que nosotros mismos, pudiendo dejar de lado, preferimos avivar hasta convertir en brasas y llamas. Pero porque los demás así lo esperamos. Aquí ceder no es la solución al problema, si no pelear hasta la última consecuencia, porque a final de cuentas todos así lo hacemos, así lo haríamos y después de un tiempo, la verdad es que se nos olvida el pleito, o al menos el rencor verdadero.

Lo más seguro es que ya es una imagen manoseada y desgastada pero fue parte de lo que me vino a la cabeza: somos como unos Locos Addams encerrados en su casa que, al salir, no pueden menos que percibir la forma diferente de sus piezas con el resto de grupos humanos. Y así es la vida en general, a nivel familiar, grupal, social o en el extremo opuesto, personal. Nos reconocí a nosotros mismos por oposición directa a las personas que no son como nosotros. En este caso, fue por oposición a las personas bobaliconas, alzadas, exhibicionistas y de carcajadas grotescas que comprendí la esencia de nuestra propia naturaleza.

Y por eso, al final de cuentas no puedo más que agradecer a esa banda de mandriles y desearles lo mejor del mundo este y todos los años que vienen. Porque pese a todo, sin ellos no habría podido yo comprender tan profunda e integralmente la naturaleza de mi ser y la de mi familia, ante un mundo que impone reglas, normas, paradigmas y modelos a seguir. Modelos que en opinión mía —y seguro  también de los otros 4 miembros de mi núcleo familiar— parecen huecos, vacíos, insípidos. No puedo menos que agradecerles porque al tener mi Epifanía, sentí en mi interior una ola de emoción muy fuerte y cálida: reconocí cuánto amo en verdad a mi imperfecta, cerrada y tosca familia.

¡Feliz 2017!

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La Gran Epifanía de la Nochevieja (micro ensayo)

Ya inició el 2017.
Pero anoche, durante el periodo terminal del 2016 —que por cierto, a tanto humano popular (justificada o injustificadamente) se llevó— tuve una revelación como no creo haber tenido.
No, no hubo monstruos de siete cabezas, ni sellos rotos por ángeles que deseosos o angustiados dejaran pasar las calamidades que terminarían de diezmar esta Humanidad ya diezmada en tantos aspectos.
Mi epifanía fue diáfana, pese a las pantallas de lentejuelas y plástico de los seres con quienes me tocó compartir una noche que de otro modo habría sido al menos, llevadera pero paradójicamente vacua. Aquí la crónica.

Pasamos la víspera de Año Nuevo con la parentela de mi madre. No tengo rencores ni mala leche para con ellos. Tampoco salto de alegría. Son, simplemente, buenas gentes que veo cada 365 días en promedio. Pero este año tuvo a bien uno de ellos invitar a su «amigo» quien, por supuesto, llevo a su familia. No quiero revivir los detalles nefastos e irritantes de los seres con quienes compartimos la mesa y la entrada al interior de la membrana del año naciente. Pero sí es necesario dibujarlos un poco puesto que sin ellos no habría habido comparación dialéctica que me llevara, entre la sidra y el tequila, a la Iluminación Absoluta del concepto «Familia». Cabe mencionar que, inclusive en mi misantropía característica, hacía mucho tiempo que no era yo vivo testigo y copartícipe de un grupo humano tan verdaderamente ridículo. Y creo que esta es la palabra exacta, que bien podría sostener junto a sí el término «patético»: Todos extranjeros, salidos de una colonia latinoamericana caracterizada por no ser o sentirse, precisamente, latinoamericana. Hablaban el español sin el menor problema, salvo su pronunciación de reggaetonero pretensioso e inflado, pero prefirieron explayarse todo el tiempo en inglés. Vaya usted a saber los motivos.

El padre de la frankensteiniana familia era un hombre por lo demás amable, sumamente festivo, pero también fuera del tono general de las cosas. Como alguien que quiere hacerle chistes obscenos a la viuda durante el velorio del esposo.
Ella, su mujer, el ejemplo y cliché perfectos de la ruca forever young que le heredaron (a ellos y a todo el mundo) sus dueños gabachos. Operada en cara, pechos, abdomen, nariz (sí, aparte del retoque general del rostro), nalgas y no quisiera yo saber qué otras partes de su ya plástico cuerpo. Aproximadamente, y sin temor a exagerar, 346 selfies en un lapso de menos de dos horas. Todas, claro parando la trompa, sacando el culo, enseñando las tetas y realizando poses ridículas con sus hijos y no hijos, marido y amigos. 
Los hijos, repito, unos suyos otros del hombre, pero todos igualitos a ella: hablando en inglés, como si con ello no fuera uno a comprender, pobre indio idiota, que duraron unas 3 horas hablando sobre sus filtros favoritos de Instagram, pegados al celular, evitando el contacto visual con cualquiera que no fuera ellos mismos y haciendo gestos ante la comida que se les ofreció. Todos tendiendo a la obesidad, menos el chico menor, serio, callado, un tanto aislado pero no retraído, que además de más sensato y afable era el único con buena figura (de verdad).

A veces, y esto es parte de la Gran Epifanía de la Nochevieja, la mayor iluminación viene de los focos más viejos y sucios. A veces, los más grandes profetas, son los vagabundos orinados y pestilentes que cargan sus almohadas a cuestas. A veces, las flores más bellas son las que crecen de entre la mierda.

Justo así estaba la cosa cuando me llegó la iluminación total. Dispuestos en orillas opuestas de la larga mesa no teníamos nada enfrente más que a los personajes descritos en sus dinámicas infantiles. Entonces comprendí, gracias al espejo inmundo de aquel grupo, la totalidad de la naturaleza de mi forma de ser, de mi relación con mi familia, de la forma de ser de mi propia familia y de la relación de mi familia con el resto del universo.

Lo entendí todo.

Mire a mis lados y mi familia, en especial mis hermanos estaban igual o más disgustados y asqueados por los desplantes patetistas de los vecinos de enfrente. Mi hermana deseaba ansiosa irse porque ya no aguantaba las ridiculeces que veía, mi hermano se burlaba y me comunicaba sus burlas con la pura mirada. Comenzamos a burlarnos de ellos sin tener que bajar mucho el volumen. Unas cuantas palabras omitidas, otras cambiadas y el mensaje seria indescifrable para los brutos del otro lado de la mesa. Mi padre, a espaldas de mi madre, me preguntó si nos la «curábamos» de los otros. No pude evitar sonreír y decirle que sí, la verdad sí había bastante de eso.

En años pasados, cuando vuelvo a mi tierra a casa de mis padres y hermanos, había forcejeado y sufrido un tanto por el hecho de que no fuéramos «como las demás familias» o «como se supone que deben ser las familias saludables». En más de una ocasión intenté promover alguna actividad o propiciar un momento para sentarnos a charlar en la sala en lugar de enfrascarnos cada quien —incluso durante mis breves y ocasionales visitas— en su cuarto, su celular, su tele o su compu. 

Este año no lo intenté y todo fluyó mejor de lo que pude haber esperado. Pero el momento de la Epifanía era algo con lo que no contaba. La claridad absoluta de que mi familia entera y no sólo yo, allá afuera en el mundo, eramos «diferentes». Pero no en el sentido prostituido y rebajado por los jóvenes pendejos de hoy en día que se sienten «únicos y diferentes» por nimiedades como el cereal que comen, los calcetines dispares o alguna otra pavada infantil. Me refiero a que somos diferentes, como todas las familias lo son, pero que funcionamos al interior por algún mecanismo de autoconcepción velada. Algo como un sistema cerrado, funcional, único y propio cuyas leyes no se aplican a otrs sistemas y al que no se pueden aplicar, a su vez, las leyes de otros sistemas. Querer hacer encajar las piezas de nosotros en otros métodos de vida es, por lo demás, necio e infructuoso. Nos vi como un equipo de amargados escupiendo a los de enfrente en perfecta sincronización y perfecta armonía. De pronto nos sentí como un frente común y, la verdad, más sincero que el resto de familias que conozco:

No nos forzamos a convivir. Cuando lo hacemos es porque queremos hacerlo. No nos forzamos a hablar porque a veces lo que requerimos son oidos externos, no una cámara de eco de otras cuatro personas que te dirán cosas similares a la que estás pensando. Si bien tenemos discusiones muy a menudo, la verdad es que son por tecnicismos nimios que nosotros mismos, pudiendo dejar de lado, preferimos avivar hasta convertir en brasas y llamas. Pero porque los demás así lo esperamos. Aquí ceder no es la solución al problema, si no pelear hasta la última consecuencia, porque a final de cuentas todos así lo hacemos, así lo haríamos y después de un tiempo, la verdad es que se nos olvida el pleito, o al menos el rencor verdadero.

Lo más seguro es que ya es una imagen manoseada y desgastada pero fue parte de lo que me vino a la cabeza: somos como unos Locos Addams encerrados en su casa que, al salir, no pueden menos que percibir la forma diferente de sus piezas con el resto de grupos humanos. Y así es la vida en general, a nivel familiar, grupal, social o en el extremo opuesto, personal. Nos reconocí a nosotros mismos por oposición directa a las personas que no son como nosotros. En este caso, fue por oposición a las personas bobaliconas, alzadas, exhibicionistas y de carcajadas grotescas que comprendí la esencia de nuestra propia naturaleza.

Y por eso, al final de cuentas no puedo más que agradecer a esa banda de mandriles y desearles lo mejor del mundo este y todos los años que vienen. Porque pese a todo, sin ellos no habría podido yo comprender tan profunda e integralmente la naturaleza de mi ser y la de mi familia, ante un mundo que impone reglas, normas, paradigmas y modelos a seguir. Modelos que en opinión mía —y seguro  también de los otros 4 miembros de mi núcleo familiar— parecen huecos, vacíos, insípidos. No puedo menos que agradecerles porque al tener mi Epifanía, sentí en mi interior una ola de emoción muy fuerte y cálida: reconocí cuánto amo en verdad a mi imperfecta, cerrada y tosca familia.

¡Feliz 2017!

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