jueves, 22 de enero de 2015

El juicio de la coladera (micro ensayo)

Soy un prejuicioso. Un prejuicioso de lo peor. Pero debo reconocer que no es enteramente mi culpa. O al menos hay un detonador que favoreció el florecimiento de este desagrado instantáneo por otros en mi ser.
Todo comenzó con el don con que fui dotado desde el nacimiento. Un don de lo más nimio y hasta ridículo: con sólo ver a una persona, una hojeada general pero con enfoque especial en los rasgos de la cara, puedo determinar al instante qué clase de persona es, sus reacciones, sus creencias, su modo de actuar, su personalidad, sus gustos, sus disgustos, sus vicios, su léxico, su ascendencia...En pocas palabras soy de esos que con ver a alguien unos segundos saben de qué clase de persona se trata. Claro esto es en un rango general pero muy muy pocas veces he errado en mis juicios instantáneos. Casi nunca, de hecho.
Parece, como dije, un don de lo más irrelevante. Pero he sabido utilizarlo para mi provecho personal. He evitado personas que eventualmente se convirtieron en el dolor de cabeza de otros, en las piedras de sus zapatos y yo sólo los veía luchar por zafárselos desesperadamente. Me ha sido útil para saber acercarme, a veces inconscientemente, a personas que me han terminado enseñándome cosas valiosas y nuevas, incluso a veces contra mi propia voluntad o gusto. Gracias a este olfato ciego me he escapado por muy poco de verdaderas situaciones de peligro: asaltantes, bandoleros, ebrios y lunáticos. En fin, de gente que de haber tenido la oportunidad de acercárseme hubieran intentado agredirme en dios sabe qué formas.
Por ello es que soy un prejuicioso. Total y concienzudamente. Mi instinto filtrador se ha ganado mi confianza total cuando se trata de conocer y reconocer a algún extranjero. Por ello admito a grandes voces que soy desdeñoso con la gente que me parece debo alejar de mi, con los malvivientes y los transgresores, con las escorias, ratas, sanguijuelas y demás parásitos de la vida, de la humanidad y de la sociedad.
Esto tiene algo de bueno, en especial si es que tú que lees esto me conoces. Si te considero mi amigo, o un buen conocido y aunque no te llame, escriba o contacte en mucho tiempo, siempre que no te desdeñe abiertamente siéntete orgulloso porque quiere decir que no eres cualquier persona (y como ya explique no es criterio mio, sino del regalo divino que mi instinto tiene como olfato).
Todo lo contrario, eres alguien que ha pasado un filtro muy estrecho donde sólo ciertas personas (no sabría definir ahora mismo los rasgos esenciales que definen a quienes cruzan el tejido de mi misantropía) tienen la cualidad de estar. Y eso quiere decir que eres una "buena persona" a grandes rasgos. Una "buena persona" en términos generales universales: puedes ser blanco, moreno, negro, amarillo, verde, azul, enano, gigante, mujer, hombre, quimera...la verdad no importa qué comas o por dónde lo comas. Lo que importa es que soy un juez inflexible y si has pasado la prueba, has también de hacer lo posible por no permitir que mi instinto cambie de parecer respecto a tí.


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El juicio de la coladera (micro ensayo)

Soy un prejuicioso. Un prejuicioso de lo peor. Pero debo reconocer que no es enteramente mi culpa. O al menos hay un detonador que favoreció el florecimiento de este desagrado instantáneo por otros en mi ser.
Todo comenzó con el don con que fui dotado desde el nacimiento. Un don de lo más nimio y hasta ridículo: con sólo ver a una persona, una hojeada general pero con enfoque especial en los rasgos de la cara, puedo determinar al instante qué clase de persona es, sus reacciones, sus creencias, su modo de actuar, su personalidad, sus gustos, sus disgustos, sus vicios, su léxico, su ascendencia...En pocas palabras soy de esos que con ver a alguien unos segundos saben de qué clase de persona se trata. Claro esto es en un rango general pero muy muy pocas veces he errado en mis juicios instantáneos. Casi nunca, de hecho.
Parece, como dije, un don de lo más irrelevante. Pero he sabido utilizarlo para mi provecho personal. He evitado personas que eventualmente se convirtieron en el dolor de cabeza de otros, en las piedras de sus zapatos y yo sólo los veía luchar por zafárselos desesperadamente. Me ha sido útil para saber acercarme, a veces inconscientemente, a personas que me han terminado enseñándome cosas valiosas y nuevas, incluso a veces contra mi propia voluntad o gusto. Gracias a este olfato ciego me he escapado por muy poco de verdaderas situaciones de peligro: asaltantes, bandoleros, ebrios y lunáticos. En fin, de gente que de haber tenido la oportunidad de acercárseme hubieran intentado agredirme en dios sabe qué formas.
Por ello es que soy un prejuicioso. Total y concienzudamente. Mi instinto filtrador se ha ganado mi confianza total cuando se trata de conocer y reconocer a algún extranjero. Por ello admito a grandes voces que soy desdeñoso con la gente que me parece debo alejar de mi, con los malvivientes y los transgresores, con las escorias, ratas, sanguijuelas y demás parásitos de la vida, de la humanidad y de la sociedad.
Esto tiene algo de bueno, en especial si es que tú que lees esto me conoces. Si te considero mi amigo, o un buen conocido y aunque no te llame, escriba o contacte en mucho tiempo, siempre que no te desdeñe abiertamente siéntete orgulloso porque quiere decir que no eres cualquier persona (y como ya explique no es criterio mio, sino del regalo divino que mi instinto tiene como olfato).
Todo lo contrario, eres alguien que ha pasado un filtro muy estrecho donde sólo ciertas personas (no sabría definir ahora mismo los rasgos esenciales que definen a quienes cruzan el tejido de mi misantropía) tienen la cualidad de estar. Y eso quiere decir que eres una "buena persona" a grandes rasgos. Una "buena persona" en términos generales universales: puedes ser blanco, moreno, negro, amarillo, verde, azul, enano, gigante, mujer, hombre, quimera...la verdad no importa qué comas o por dónde lo comas. Lo que importa es que soy un juez inflexible y si has pasado la prueba, has también de hacer lo posible por no permitir que mi instinto cambie de parecer respecto a tí.


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lunes, 19 de enero de 2015

The crops (cuento)

Imagen de "Over the Garden Wall" de Cartoon Network
Danzaban. Los niños calabaza saltaban de puntitas entre los cultivos dorados, chispeantes.
Sus dientes dibujados con cuchillo se torcían en sonrisas pulposas y en cantos de muerte y campos sin fin.
La familia miraba desde el porche. Sentados en mecedoras crocantes. Sentados en semicírculo. Contemplando la danza entre niños y cultivos. Debajo yacía el resto de la familia y siendo la época propicia esperaban acercarse lo suficiente para que ellos, en sus celdas eternas bajo tierra los escucharan y se unieran a la fiesta.
Otoño.
Esa época del año en que los muertos vienen a vivir un rato y los vivos abrazan la muerte y bailan chocando sus mocasines pero sólo como promesa de danzas por venir.
Las hojas se arremolinaban y bailaban también como los arcos de mil violinistas en una orquesta de fantasmas.
Curiosamente la noche no parecía querer descender al mundo. Se demoraba tal vez por miedo, tal vez por precaución. Pero inevitablemente llegaron los últimos rayos del sol y los parientes, incluso los más lejanos se abrieron paso entre el sedimento y los granos para unirse a la fiesta que en realidad apenas comenzaba. 
Los gritos llenaban aquel campo que palpitaba al ritmo del choque de los huesos, del crepitar de las flamas, al ritmo de amores muertos que revivían para reconocer sus descarnados muslos, sus falanges desnudas. Más que sentir lástima por lo que faltaba sentían que ahora eran capaces de entregarse mutuamente por completo, sin ataduras cárnicas o limitaciones físicas que impidieran a sus almas entre mezclarse y salpicar de entre los costillares, asomarse juntos entre unas quijadas, abrazarse a un esternón, jugar con las falanges restantes en cada mano. Y es que muchos de ellos descubrían que en la muerte, luego de la vida, el amor que se profesaban dos almas alcanzaba a perdurar pese a la tierra, pese a los gusanos, pese a los días y pese a las tantas noches sin sustancia.

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The crops (cuento)

Imagen de "Over the Garden Wall" de Cartoon Network
Danzaban. Los niños calabaza saltaban de puntitas entre los cultivos dorados, chispeantes.
Sus dientes dibujados con cuchillo se torcían en sonrisas pulposas y en cantos de muerte y campos sin fin.
La familia miraba desde el porche. Sentados en mecedoras crocantes. Sentados en semicírculo. Contemplando la danza entre niños y cultivos. Debajo yacía el resto de la familia y siendo la época propicia esperaban acercarse lo suficiente para que ellos, en sus celdas eternas bajo tierra los escucharan y se unieran a la fiesta.
Otoño.
Esa época del año en que los muertos vienen a vivir un rato y los vivos abrazan la muerte y bailan chocando sus mocasines pero sólo como promesa de danzas por venir.
Las hojas se arremolinaban y bailaban también como los arcos de mil violinistas en una orquesta de fantasmas.
Curiosamente la noche no parecía querer descender al mundo. Se demoraba tal vez por miedo, tal vez por precaución. Pero inevitablemente llegaron los últimos rayos del sol y los parientes, incluso los más lejanos se abrieron paso entre el sedimento y los granos para unirse a la fiesta que en realidad apenas comenzaba. 
Los gritos llenaban aquel campo que palpitaba al ritmo del choque de los huesos, del crepitar de las flamas, al ritmo de amores muertos que revivían para reconocer sus descarnados muslos, sus falanges desnudas. Más que sentir lástima por lo que faltaba sentían que ahora eran capaces de entregarse mutuamente por completo, sin ataduras cárnicas o limitaciones físicas que impidieran a sus almas entre mezclarse y salpicar de entre los costillares, asomarse juntos entre unas quijadas, abrazarse a un esternón, jugar con las falanges restantes en cada mano. Y es que muchos de ellos descubrían que en la muerte, luego de la vida, el amor que se profesaban dos almas alcanzaba a perdurar pese a la tierra, pese a los gusanos, pese a los días y pese a las tantas noches sin sustancia.

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jueves, 8 de enero de 2015

De entre ciclos (micro ensayo)

Hay algo que a mi me mueve, aún dentro de mi arraigamiento tenso. La muerte de un año y su renacimiento inmediato. Sí, el cambio de año es un gran símbolo para mí que creo en las cuestiones de la renovación del espíritu, del acrecentamiento mental y del envase cárnico que nos sostiene.
Imagino la trayectoria del planeta Hogar danzándole en elipses al Sol, nombre común de nuestra estrella amarilla y pienso en lo espectacular de encontrarme en el mismo punto del espacio donde estuvimos 365 días atrás. Claro, figurativamente porque la Galaxia rota, nos hala a su centro, además de que esta se desplaza hacia otras galaxias y este movimiento se acrecienta exponencialmente y, bueno, en realidad estamos muuuuuuy lejos del punto exacto donde estuvimos 365 días antes...pero saben de qué hablo. 
Y ese volver a empezar, sí, en un punto arbitrario de la Nada Suprema, me parece magnífico. Es morirse y renacer un poco. Es la lluvia de acordes de violines desde el cielo, trompetas en la tierra, percusiones desde el mar. Porque llegará un día en el que por una de entre millones de razones nuestro vehículo planetario ya no completará nunca más esta vuelta, ya no hablar de la Galaxia que también se dirige a un colapso insalvable, salvo que el tiempo, o mejor El Tiempo se termine antes de que ocurra la Colisión.
Somos escombros de un choque mayor, y como escombros estorbamos, ensuciamos, ahogamos y pronto llegarán a terminar de demolernos, barrernos, y tirarnos por la ventana metidos en una bolsa.
Yo en lo personal no renegaría de encontrarme ahí, vivo, consciente en el momento en el que se apague la Gran Luz. Abrazar la Oscuridad Completa, ser en verdad nada y todo a la vez pero en La Muerte de la Muerte, como diría Saramago. Una muerte mayor que la de los humanos, la de los perros, la Muerte que se llevó a los Dragones y las bestias. La Muerte de las Muertes y todo implota como devorándose a sí mismo.
Y he aquí que giramos como trompos sin dueño ni cordel y sólo una oportunidad de disparo. Ay, que la obviedad de la vida se nos pasa entre los dedos y deja de girar pronto y se nos muere intentando hacerla bailar en nuestra palma.

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De entre ciclos (micro ensayo)

Hay algo que a mi me mueve, aún dentro de mi arraigamiento tenso. La muerte de un año y su renacimiento inmediato. Sí, el cambio de año es un gran símbolo para mí que creo en las cuestiones de la renovación del espíritu, del acrecentamiento mental y del envase cárnico que nos sostiene.
Imagino la trayectoria del planeta Hogar danzándole en elipses al Sol, nombre común de nuestra estrella amarilla y pienso en lo espectacular de encontrarme en el mismo punto del espacio donde estuvimos 365 días atrás. Claro, figurativamente porque la Galaxia rota, nos hala a su centro, además de que esta se desplaza hacia otras galaxias y este movimiento se acrecienta exponencialmente y, bueno, en realidad estamos muuuuuuy lejos del punto exacto donde estuvimos 365 días antes...pero saben de qué hablo. 
Y ese volver a empezar, sí, en un punto arbitrario de la Nada Suprema, me parece magnífico. Es morirse y renacer un poco. Es la lluvia de acordes de violines desde el cielo, trompetas en la tierra, percusiones desde el mar. Porque llegará un día en el que por una de entre millones de razones nuestro vehículo planetario ya no completará nunca más esta vuelta, ya no hablar de la Galaxia que también se dirige a un colapso insalvable, salvo que el tiempo, o mejor El Tiempo se termine antes de que ocurra la Colisión.
Somos escombros de un choque mayor, y como escombros estorbamos, ensuciamos, ahogamos y pronto llegarán a terminar de demolernos, barrernos, y tirarnos por la ventana metidos en una bolsa.
Yo en lo personal no renegaría de encontrarme ahí, vivo, consciente en el momento en el que se apague la Gran Luz. Abrazar la Oscuridad Completa, ser en verdad nada y todo a la vez pero en La Muerte de la Muerte, como diría Saramago. Una muerte mayor que la de los humanos, la de los perros, la Muerte que se llevó a los Dragones y las bestias. La Muerte de las Muertes y todo implota como devorándose a sí mismo.
Y he aquí que giramos como trompos sin dueño ni cordel y sólo una oportunidad de disparo. Ay, que la obviedad de la vida se nos pasa entre los dedos y deja de girar pronto y se nos muere intentando hacerla bailar en nuestra palma.

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