"Nada puede durar para siempre, ni siquiera la muerte"
Saramago
Jaque.
Ni para dónde hacerse. A un lado las llamas, del otro el abismo.
La presión aumenta en la base de mi columna. Estertores sordos entre tierra y espinas. Y nadie cerca para escuchar los crujidos.
Pero simple y puramente jaque.
El mate no llega ni por babor ni por estribor ¡Un rayo que me caiga del cielo!
El camino había sido tranquilo, no sin su ocasional sobresalto. Pero de repente tras saltar los arbustos, encontrarse con el vacío, ¡por favor! El error es muy propio...por hacer caer prematura la noche para descansar los ojos que a cada minuto se me desarman y se me caen hasta las manos.
La compañía desapareció tras el ataque de la densa niebla. Solo espero se encuentren bien. La culpa ha sido mía por traerlos por el sendero equivocado en pos de llegar más pronto, por hacer caer esta falsa noche en mitad del día.
Sí, todavía recuerdo que el sol estaba aún fuerte en el cielo cuando éste oscureció. Lo que no recuerdo es cómo llegué a esta situación...Cierto ¡el maldito del arbusto!
Pero ¿y la chispa de dónde vino? Un incendio como este no es producto del jugueteo entre el sol y una envoltura metálica de chocolate...especialmente por la ausencia de sol por la cual ya me lamenté. Una emboscada. Ha sido una emboscada pese a que quién me procura este mal no se ha mostrado. Sólo se regodea en la sucia oscuridad en que medra.
O tal vez sean varios. No sé si es el crepitar del fuego o que pretendo no escuchar en ello sus risas...demoníacas. Son demonios, ya lo he descubierto. Muchos y muy pequeños, por ello más peligrosos. Sin embargo no vienen a burlarse en mi cara. Algo esperan.
Mientras lo que ha de venir se toma la molestia de llegar, me entrego a otros pensamientos. Fruslerías, tal vez, pero que me mantienen cuerdo y de humor en tan trágicas horas: el roce ya lejano de unos dedos, el sabor de un atardecer que se niega a llegar, los acordes que remueven las neuronas dando al traste con las sinapsis, un pan con mantequilla.
De súbito los pequeños demonios, que solo puedo adivinar por un esfuerzo enteramente mío, retroceden. Sin duda ahora lo que se oye es solo el crujir artrítico del fuego. Tras él se comienzan a dibujar unos rasgos grotescos, resaltados por el naranja de la luz sobre el morado de las sombras. Ahora que lo veo, me aterrorizan en especial los cuernos.
El instinto me hace dar un paso atrás pero con un escalofrío recuerdo mi precaria situación, así que, más por cobardía que por valor, doy un par de pasos adelante.
El ígneo monstruo está ya casi aquí conmigo, aunque aún no decide si atraparme o deleitarse con mi aparatosa caída. La indecisión mata más que la catástrofe.
Al final y más como mero instinto que se sobrepone al intelecto apagado, yo decido por él.
Me arrojo.
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