domingo, 20 de noviembre de 2016

Nuevo Desorden Mundial (micro ensayo)

El odio no es nuevo, muchachos. Por favor. No seamos tan inocentes. El Odio siempre ha estado ahí. Lo único que hicimos por menos de cien años fue vestir su (nuestra) carne podrida con una armadura resplandeciente y aplicar el conocido «¡ya cambiamos! ¡Ahora sí ya somos tolerantesinclusivosmenteabiertademocraticosliberalescomprensivosvanguardistastodosunidosporquetodossomoshumanos!».
Pero la carne, por mejor esmalte que recubra la armadura se descompone y apesta. Eventualmente los jugos del proceso se salen del contenedor. Y, éste mismo, comienza su propio proceso de decaimiento: el metal se corroe, se raya, se abolla, se pierde el filo, se desarma y comienza a caer en pedazos.
Así estamos ahora.
Nos sorpenden los abscesos de odio, xenofobia, homofobia, y todas las demás fobias rábicas, y no de temor (no solamente, pues). Pero no se trata más que de valores propios de grupos y culturas que jamás los abandonaron.
Al contrario. Durante este «periodo de tolerancia», que podríamos ya históricamente dar por terminado, estos grupo y sectores no han hecho más que ocultar de la vista pública sus huertos de flores venenosas. Las condiciones de lo «políticamente correcto» fungieron como la humedad, la temperatura y la presión adecuadas para aclimatar los brotes venenosos y los hongos diabólicos y fertilizar el suelo en que arraigaron.
¿Qué facilitó la diseminación de estas pestes? La tecnología llevada e impulsada por una democracia: ambas cosas, armas tan grandes y poderosas que, como Humanidad, tenemos a la mano pero no estamos listos para empuñar adecuadamente.
Somos como niños jugando con revólveres.
Somos como ciegos protegiendo una trinchera.
Primero se nos dio la libertad de elegir nuestros gobiernos...De ahí, la libertad se hizo el valor por excelencia de entre los famosos «derechos humanos». Pero somos miopes y la libertad tiene los bordes borrosos, difusos. Decimos saber dónde acaba la libertad. Pero la práctica nos ha demostrado que no tenemos ni idea de con qué se come eso.
Funcionaba hasta cierto punto. Cuando se otorgaban ciertos momentos para que la ciudadanía se expresara ordenadamente.
Luego nos dieron el internet. Y creo, personalmente, que tal vez no estábamos listos para ello.
De repente la libertad de expresión fue manoseada por todos a la vez. De repente, en el silencio de una sala de conciertos, nos dijeron a todos que podíamos cantar a nuestro gusto. Y eso fue lo que hicimos.
Ahora todos tienen voz, opinión y dictamen. Y el problema es que todos tenemos la obligación de respetar la opinión de los demás, pero también el derecho de exponer y defender la nuestra... ¿Qué procede en ese caso?
Un millón de voces y ni un sólo acuerdo, pero todas valen lo mismo y son defendibles y hay que tolerarlas y hasta reconocerlas...
Fue entonces que el cadáver podrido bajo la armadura brillante, del que ya hablamos al principio, tomó la voz y dio su opinión... Fue ahí cuando, ejerciendo su derecho, se expresó y su chillido fue repetido por miles de cerditos que berrearon al unísono... en contra de los demás, de los otros cerdos del chiquero, de los de otros chiqueros....de todos los cerdos que no fueran ellos mismos, aunque se revolcaran en el mismo lodo.
Sólo estoy reflexionando, pensando en letras altas, dándole la vuelta al asunto para ver si le encuentro pies y cabeza. Aunque me doy cuenta que estamos tratando con un monstruo de mil pies y mil cabezas, sin orden ni concierto.
Creo que se pregonaron determinados valores por un tiempo, sin conocer el alcance real de los mismos. Porque era imposible, literalmente, escuchar a todas las voces del pueblo, de todos los pueblos. Luego la tecnología vino a acrecentar exponencialmente todo: el número de voces, el alcance de sus gritos, el impacto sonoro que difinden y el destrozo increíble que están generando sus ecos.
Hay diez mil factores más que labraron el desfiladero ante el que nos encontramos, pero al menos creo que estos dos, más que picos y martillos, fueron cargas explosivas que usamos para abrirnos paso por la tierra, sin saber a ciencia cierta la profundidad de los agujeros que cavamos con ellas.

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