lunes, 10 de mayo de 2010

La hora exacta

Daniel observaba el reloj de su casa. Detenido a las 6:37.
Verlo así la agobiaba sobremanera. Nunca desde su infancia había visto que ese reloj se hubiera detenido. Nunca.
Ahora llevaba días muerto y parecía haberse llevado la tranquilidad de la casa y de ella misma con él.
Al salir temprano hacia el trabajo parecía mirarla desde la barra de la cocina donde yacía muerto, casi mirándola tristemente con su cara negra de ojos dorados. Igualmente la recibía frío e indiferente por las noches cuando Daniel regresaba del trabajo.
-Bueno, ni siquiera ese reloj podía durar eternamente- se dijo una vez como si tratara de convencerse de ello.
Hasta donde ella sabía el reloj había estado presente desde la niñez de su bisabuela, transmitido como un verdadero legado a guardar con cada generación. Tenía un aura antiquísima y solía verse soberbio colgado de la pared en la cocina donde vigilaba sus comidas y desayunos.
Por alguna razón que seguramente su inconciente comprendía pero su conciente desconocía, no procedió a la sencilla tarea de comprarle pilas nuevas o de llevarlo al relojero. Le producía algo similar al miedo el hecho de pensar en hacer semejante cosa...como cuando se niega la enfermedad de un ser querido si se evita siquiera la mención de las palabras hospital, doctor.
Pasaron así dos semanas cuando empezaba a olvidarse del occiso que aún yacía decrépito en la entrada de la cocina, cuando de pronto sintió una terrible urgencia.
Salió a la calle con el reloj entre los brazos. No sabía a dónde se dirigía. Sólo sentía que se le hacía tarde.
Corrió así por varias cuadras hasta llegar a una gran avenida donde se detuvo en seco a esperar la luz roja y retomar el aliento, cuando creyó escuchar que alguien llamaba su nombre. Se puso a escuchar más atentamente tratando de hacer caso omiso del retumbar de su corazón en sus oídos. Y efectivamente pudo escuchar los gritos que le resultaron familiares: ¡Daniel! ¡Acá, Daniel!
Miró a su izquierda y vio, sin comprender bien al principio, a su bisabuela en medio de un puente peatonal, pegada a la reja saludándola cortésmente. Daniel jamás había conocido a su bisabuela, sin embargo sabía que era ella.
-¡Daniel! ¡Por fin! ¡Ven pronto que se hace tarde, niña!- e hizo un ademán con la mano indicándole que fuera con ella. Luego comenzó a caminar hacia el extremo opuesto de la calle a través del puente.
Daniel, que se encontraba como en trance desde hacía un par de minutos, dio unos cuantos pasos hacia adelante sin dejar de ver a su bisabuela que avanzaba con paso lento y tembloroso.
Entonces, súbitamente fue golpeada por un auto y arrojada a varios metros de ahí cayendo inerte en la banqueta.
Antes de morir pudo ver el otro lado del puente solo, la luz verde que seguía encendida, y por último, la manecilla del reloj que comenzaba a avanzar de nuevo.

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1 comentarios:

Anonymous Mariana ha dicho...

La vida es un incesante tic-tac, que nos llena de emociones y tragedias. Ojalá goces como yo gozo tus cuentos, poesías y novelas, pues es tan grande tu espíritu y talento que sería rudo el no reconocerlo.

11 de mayo de 2010, 23:11  

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